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Ricardo Gómez, Alumni de Derecho, cuenta su experiencia en MDS 2015

Este fin de semana se realizó el Maratón de Santiago con más de 28.000 participantes. Ricardo Gómez fue uno de ellos y acá nos cuenta su experiencia en el mayor evento running de Chile.

El running es la disciplina deportiva que desde hace algunos años se ha tomado las calles del país, y cada vez más personas lo practican. Este fin de semana se realizó el Maratón de Santiago con más de 28.000 participantes. Ricardo Gómez fue uno de ellos y acá nos cuenta su experiencia en el mayor evento running de Chile. 

 

 

 

 

¿Qué significa correr un Maratón? 

 

Pienso que no existe una única respuesta para ello, sino tantas como corredores lo intenten. Cada maratón tiene tras de sí su propia historia de retos personales, madrugadas de entrenamientos, temores, estrategias, objetivos. Pero todos -sí, todos- sufrimos a nuestro modo en la carrera y sentimos escalofríos, alegría, ganas de reír y llorar a la vez al cruzar la meta; de eso estoy seguro.

 

 

El año pasado por primera vez me había enfrentado a esos 42,195 metros de carrera. Los cumplí en 3:24:14.
Este año mi objetivo era bajar esa marca.
Esta vez avisé a mis padres, pidiéndoles que fueran a alentarme y decidí que no correría con la polera oficial, si no con una que en su pecho tiene estampadas en letras amarillas “Club Deportivo La Máquina”. Esas palabras quise que me acompañaran durante este nuevo desafío.
Salí de casa de noche. La primera persona conocida que vi en el trayecto iluminó el día -que a esas alturas aún no amanecía-. Se trataba de una amiga a quien no veía hace al menos 5 años, talentosísima periodista que por primera vez haría su propia maratón. Estaba ansiosa, feliz, radiante. Su abrazo me contagió su entusiasmo y ese fue el mejor alimento a esas horas de la mañana. Necesitaba sentir energías, nerviosismo y verla me dio esa energía motora. Todo partió ahí.
En la partida, dos amigos de siempre -de esos a los que he abrazado completamente llenos de tierra y sudor en las carreras de cerro, de esos duros de distancias largas-, terminaron por crear la atmósfera de motivación personal que necesitaba.
Largó la carrera. Los primeros kilómetros fueron muy cómodos. En avenida Matta, creí estar soñando. El sol recién se levantaba sobre la cordillera y teñía de amarillo y naranjo el cielo y la calle, alargando la sombra de los corredores y corredoras tras de sí sobre el asfalto. Ni una foto, ni una película podría graficar la belleza de aquel sencillo cuadro que por varios minutos borró mi conciencia. Entre los colores del despuntar del sol, las sombras de las personas corriendo, los gritos y aplausos de las familias que se colocan a los costados de la calle a apoyar, los kilómetros pasaron y con ellos las energías físicas fueron disminuyendo. Comencé a sentir las piernas apretadas y el cansancio.

 
Pasando por Escuela Militar un grito fuerte me hizo volver de mi trance. «Dale, Rocky, dale». Eran mis padres que apurados se acercaban a la calle con carteles que no pude ver bien en ese momento. Ese gesto significó un empujón inmenso, algo bajó a mis muslos y el engranaje de huesos, articulaciones y fibras pareció recargarse. Mi padre me alcanzó una botella de la que boté casi todo al intentar abrirla, pero no importaba el líquido, estaban allí, gritando, como si se tratara de algo en lo que se juega la vida.

 
El respiro nuevo me hizo acelerar el ritmo durante unos dos kilómetros, al cabo de los cuales algo pasó y un calambre intenso se clavó como una puñalada en la parte atrás de mi muslo derecho. Mi pierna se recogió y temí caer al suelo. No me detuve, seguí y el esfuerzo por hacerlo, provocó que unos cinco pasos más allá, mi pierna izquierda sintiera lo mismo. Ni siquiera corría en línea recta. Como si se tratara de un boxeador, me tambaleaba de un lado a otro según los calambres me recogían una u otra pierna – y yo, que nunca los había sufrido -. Mi ritmo disminuyó mucho, se me escapaban los quejidos cada vez que sentía esas puntadas. Los corredores y la gente que me veía reaccionaba ante mis expresiones de dolor y mi avanzar tambaleante. ¿Porqué un individuo toleraría voluntariamente ese tipo de tortura? ¿Qué está buscando?

 
En Plaza Italia mis padres estaban otra vez. Me vieron mal. Está vez mi madre no gritó. Se tapó la cara. Ahí estaba yo, con esa postura corporal surrelista corriendo y justificando todas las veces que ella me ha dicho, “no me gusta que corras, estás puro sufriendo…” Unos metros más allá, una amiga me alentó chocando su palma con la mía y fue como si me hubiera traspasado energías. Corrí (en realidad traté de seguirlo haciendo).

 

Avancé por Alameda y vi el cronómetro de la meta a la distancia. Marcaba 3 horas 22 y fracción: el objetivo de reducir el tiempo del año pasado aún era posible, pero se escapaba.

 

Corrí como nunca en mi vida había corrido (y no exagero). Corrí sintiendo calambres increíbles en las piernas que me las doblaban involuntariamente. Corrí y pasé a muchos en esa última cuadra. Y arrastrando los pies, crucé la meta en 3:24:12. Apenas 2 segundos menos que el año pasado.

 
Al principio lo sentí como una derrota, luego entendí que ese tramo final fue de correr no con piernas, sino con puro corazón, sola voluntad y eso me permite decir que sí, cumplí mi objetivo y que les podría decir a mis amigos del Club Deportivo La Máquina –agrupación de deportistas con discapacidad visual y que está estampado en la polera con que corrí ese día-, que sus nombres, sus ejemplos de esfuerzo en mi pecho otra vez me arrastraron y llenaron de nutrientes vitales para que el espíritu me hiciera superar mis límites.

 
Finalmente, bien valen los calambres y esos padecimientos inexplicables, el Maratón sigue siendo una fiesta que uno merece vivir, sigue siendo una prueba para vencernos a nosotros mismos y esa derrota es, curiosamente, la más dulce de las victorias.

 

 

 

 

 

 

Escrito por: Prensa-UNAB