La Tercera | Con el muerto del 89 a las espaldas
Igor Alzueta, académico de la Escuela de Trabajo Social UNAB, analiza las consecuencias de la última elección Presidencial en Chile en el escenario político nacional, en su columna Con el muerto del 89 a las espaldas, publicada hoy en Voces de diario La Tercera. Revisa aquí su texto completo. Con el muerto del 89 a las […]
Igor Alzueta, académico de la Escuela de Trabajo Social UNAB, analiza las consecuencias de la última elección Presidencial en Chile en el escenario político nacional, en su columna Con el muerto del 89 a las espaldas, publicada hoy en Voces de diario La Tercera. Revisa aquí su texto completo.
Con el muerto del 89 a las espaldas
A casi un mes de la elección Presidencial continúan los análisis para entender la derrota de la coalición de Gobierno. Pareciera que al interior de la Nueva Mayoría hay quienes no entienden o no quieren entender que el conglomerado, así como la distribución simbólica resultante del sistema de partidos emergente tras el fin de la dictadura, han muerto.
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La explicación más sencilla y evidente de esta muerte es que todo sistema histórico tiene un inicio y un fin y, por supuesto, la derrota en la segunda vuelta Presidencial así lo demuestra. Analizar esto como causa en vez de consecuencia supondría un profundo error. La política no es ni matemáticas al estilo sumatoria de votos “DC+NM+FA>ChV”, ni hegemonía (con minúscula) en el sentido de la yuxtaposición de intereses entre diferentes actores políticos al modo “Mov.Educ.+NoAFP+Mov.PPOO+etc>Piñera”. De ser así no se entendería la derrota de Guillier ni el aumento de los de votos de Piñera en segunda vuelta, y mucho menos se barajaría la hipótesis de que un 20% del electorado que inicialmente apostó por Beatriz Sanchez optó por el candidato de la derecha.
La política, sin duda, es más que eso, y parece que, insisto, hay sectores que no quieren entender que esos moldes, esa yuxtaposición de siglas con bolsas de votos fijos, no encaja en la modernidad. Más cuando las lealtades políticas y sociales se han diluido, cuando la licuación de los sólidos desvanece las certezas. A todo ello hay que sumarle que nos encontramos ante un movimiento de placas ideológicas a nivel país que está haciendo saltar por los aires los consensos en los que se sustentaba la Constitución del 80.
Lo más interesante que arrojan los resultados de esta elección es el fin de la distribución simbólica del tablero resultante en 1989. Esa distribución simbólica se encontraba definida por una divisoria de aguas que demarcaba, claramente, la izquierda de la derecha, dejando a la Concertación y su relato histórico-político en un lado y a Chile Vamos, con el suyo, en el otro.
Todo eso salta por lo aires, pero –y que nadie se confunda– quien lo hace estallar no es el Frente Amplio, estos son su artefacto político, sin el cual sería imposible comprender lo que está sucediendo. Quien dinamita los acuerdos es el Movimiento por la Educación, son ellos quienes entienden que la disputa política no se enmarca ya en la distribución clásica “izquierda-derecha”, puesto que la mimetización que la primera había sufrido por parte de la segunda hacía imperceptibles los matices entre el uno y el otro; y el gobierno de Lagos con la aprobación del CAE era su materialización. Más bien la pelea es por los sentidos y los símbolos, por el sentido común de época, por la forma a través de la cual comprendemos y entendemos lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo posible y lo imposible, en resumidas cuentas, lo ético.
En esa línea hay quienes continúan afirmado que la pelea es por ampliar el progresismo, incurriendo una vez más en ese positivismo electoral que reduce el campo político al 50% del electorado que acude a las urnas; desecha la idea de incorporar, de seducir y convencer al otro 50% que no vota; descarta la posibilidad de pensar la sociedad y pensarse a sí mismo en ese ejercicio de relaciones dialécticas entre las diferentes partes, puesto que en su diagnóstico la sociedad es fósil, los bloques son infranqueables e impenetrables.
No entienden que nos encontramos ante una crisis de régimen, que el modelo resultante del “Plebiscito del No” va a morir, así como ya ocurriera en los años 90 en varios países latinoamericanos con sus modelos políticos y como está ocurriendo en Europa en los últimos años con sus acuerdos de postguerra. Los consensos son contratos generacionales, concepciones de la sociedad y el mundo que se van modificando lentamente, en el día a día, en lo cotidiano, a modo de corriente de agua erosionando lentamente una ladera y generando un surco; pero, así como el río puede convertirse en torrente y multiplicar su erosión, la política tiene momentos de disputa soterrada y de disputa a campo abierto en el que los imaginarios se erosionan o se desgarran. Es en este segundo escenario de desmembramiento contractual donde se anclan las crisis de régimen.
El contexto de transformaciones en que vive el país está vinculado a la capacidad que desde ciertos movimientos se ha tenido para disputar los discursos e imaginarios establecidos y naturalizados, logrando generar un quiebre en el muro ideológico dominante e instalar ideas críticas con respecto a ello. Esto no es otra cosa que la disputa por esos sentidos y símbolos, que se traducen, cuando todas estas construcciones de lo social y político tienden a formar un todo, en la Hegemonía, con mayúscula, que en este caso y frente a la noción de hegemonía realizada al inicio, nada tiene que ver con el electoralismo o con el “dominio”, si no con la interpelación, seducción y convicción; con la capacidad de trasladar a la ciudadanía tu proyecto de país haciéndolo parecer transversal, no de izquierdas, no de derechas, si no el mejor para la totalidad de la población. Es una pelea por la esencia de las ideas, en su origen, en su génesis misma, puesto que quien instala la premisa de partida en el sentido común de la gente corriente, es quien ocupa la centralidad, de quien emergen los relatos y consigue naturalizar un modelo de sociedad.
Es ese contexto de crisis y falta de referentes, de incertidumbre y ausencia de proyecto de país, que no es si no la nebulosa que rodea actualmente a Chile, emerge la contienda descrita, eminentemente cualitativa, de disputa de las subjetividades, las percepciones y los imaginarios, y no tanto cuantitativa-numérica de pelea por los votos y bloques fijos.
Lo que está en juego no es un gobierno o dos, o un número de diputados, lo que ahora mismo está sobre el tapete es un proyecto a medio-largo plazo, asociado a una crisis del modelo del que inexorablemente emergerá un nuevo proyecto de país, que instalará o fortalecerá consensos y acuerdos, y que una vez cristalizados perdurarán por un periodo de tiempo.
Desde los sectores de la Nueva Mayoría que erróneamente siguen sin considerar el contexto actual como excepcional, deberán reflexionar profundamente y apostar por otro proyecto en forma y fondo que sitúe en el centro la construcción de un nuevo sujeto político –no se confunda esto con una “sopa de siglas” porque nada tiene que ver–, que apueste por la disputa desde lo nacional-popular por la edificación de un nuevo país en lógicas diferentes a las establecidas, articulando lo subalterno en otras claves a las actuales, pateando el tablero rígido actual que impide cimentar y hacer emerger nada nuevo. Todo esto, si lo que aspira a perder no es solo una elección, sino algo mucho más importante: otra generación, y de nuevo, el proyecto de país.
rel=»attachment wp-att-227245″>Igor Alzueta
Académico Escuela de Trabajo Social
Universidad Andrés Bello
Escrito por: Prensa-UNAB