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Charles Spence en la Unab: ¿Usar platos rojos podría ayudar a la crisis de obesidad?

Esa es precisamente una de las teorías que postula el investigador británico que se presentó este miércoles en la Conferencia Internacional de Cultura Científica de la Universidad Andrés Bello.     ¿Puede el color de un alimento o de una cuchara cambiar la experiencia en la alimentación? La respuesta de Charles Spence es “sí”. De […]

Esa es precisamente una de las teorías que postula el investigador británico que se presentó este miércoles en la Conferencia Internacional de Cultura Científica de la Universidad Andrés Bello.

 

 

¿Puede el color de un alimento o de una cuchara cambiar la experiencia en la alimentación? La respuesta de Charles Spence es “sí”. De acuerdo a la gastrofísica, la nueva ciencia de la comida, Spence ha desarrollado una serie de experimentos que evidencian cambios en la forma como se evalúa un plato.

El sicólogo británico que este miércoles estuvo en Concepción en el marco de la V Conferencia Internacional de Cultura Científica de la Universidad Científica demostró con números como, de manera transversal para la mayoría de los habitantes del mundo, el rojo es un color dulce, mientras que el verde no lo es.

Al someter a la opinión pública la imagen de seis vasos idénticos con el mismo contenido, volumen, transparencia, etc, pero con líquidos de distintos colores (azul, verde, naranjo, amarillo, púrpura y rojo), más del 50% de los latinoamericanos y el 43% de los africanos votaron por que el rojo era el más dulce, mientras que un 0% y 4%, respectivamente, mencionó el verde.

El problema, dice Spence es que la investigación respecto del tema ha sido subestimada. “Tenemos una batalla con mis colegas en Oxford, ellos piensan que el sentido del sabor es muy básico y que no vale la pena ser investigado”, pero la realidad, explica Spence es que en situaciones como la alimentación hospitalaria, el sólo hecho de cambiar el color del plato en que ser sirve la comida del tradicional blanco a un azul de alto contraste hizo que los pacientes comieran un tercio más de la siempre despreciada comida de hospital y recibieran el alta más rápido al tener una mejor nutrición.

El ganador del IgNobel (a investigaciones que primero hacen reír y luego hacen pensar), postula que el aspecto, el entorno, las sensaciones, repercuten en el sabor de los alimentos, que tienen un tremendo impacto no sólo en términos nutricionales sino también cerebrales. Como en el caso del vino en que la misma botella sabe mejor cuando es degustada en medio de un viñedo o de un viaje que cuando se sirve en la cotidianeidad del hogar. Todo porque el sabor tiene mucho que ver con el cerebro.

“El sabor – confirma el científico- determina mucho de la evolución del cerebro humano”.

Incluso, asegura, la gastrofísica podría ofrecer una solución para reducir los índices de obesidad.  “Resultados indican que se podría hacer algo tanto con la anorexia como con la obesidad, cambiando el nombre de las comidas, las formas de los platos o el color (el rojo es el más adecuado para comer menos) y eso puede tener un impacto en la salud. Por ejemplo, los japoneses comen solos y eso implica que comen menos, comer de una manera más social puede implicar un cambio en cuanto a la cantidad de comida que ingiere la persona”

La expectativa de alimentación estimula a tal punto el cerebro que acelera su metabolismo en un 24%, lo que en pruebas de tomografías computarizadas muestra un mapa de colores desplegarse en la corteza cerebral cuando la persona es enfrentada a su plato favorito. Nadie puede vivir sin comida, por lo tanto, la expectativa de una comida sabrosa es tan gratificante.

Por eso es que tantos toman fotografías a sus platos, porque “no hay nada que excite más al cerebro que la anticipación del proceso de alimentación”. Comer rico tiene que ver con comer algo estéticamente agradable y también tiene que ver con el nombre que le damos a las cosas. Spence cuenta que el cambio de nombre de patagonian toothfish o bacalao austral a chilean sea bass o mero chileno incrementó en 1.200 las ventas de este pescado en la industria gastronómica.

Así, concluye el sicólogo, nuestro cerebro nos pueda hacer pensar que el café servido en una taza negra es más fuerte, que el sabor no es el mismo si se escucha una música triste como acompañamiento, que la mejor manera de probar un alimento es después de haber reído y liberado tensiones, y que si comemos solos la ingesta será mucho menor a la experimentada en una cena grupal. Todo está en el cerebro.

 

Escrito por: Tania Merino